Humano Demasiado Humano por Friedrich Nietzche. - muestra HTML
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Harto a menudo, y siempre con gran extrañeza, se me ha señalado que
hay algo común y característico en todos mis escritos, desde el Nacimiento de
la tragedia hasta el último publicado, Preludios a una filosofía del porvenir:
todos ellos contienen, se me ha dicho, lazos y redes para pájaros incautos y
casi una constante e inadvertida incitación a la subversión de valoraciones
habituales y caros hábitos. ¿Cómo? ¿Todo es sólo... humano, demasiado
humano? Con este suspiro se sale de mis escritos, no sin una especie de horror
y desconfianza incluso hacia la moral, más aún, no mal dispuesto y animado a
ser por una vez el defensor de las peores cosas: ¡como si acaso sólo fuesen las
más vituperadas! A mis escritos se les ha llamado escuela de recelo, más aún
de desprecio, felizmente también de coraje, aun de temeridad. En realidad, yo
mismo no creo que nadie haya nunca escrutado el mundo con tan profundo
recelo, y no sólo como ocasional abogado del diablo, sino igualmente, para
hablar teológicamente, como enemigo y acusador de Dios; y quien adivina
algo de las consecuencias que implica todo recelo profundo, algo de los
escalofríos y angustias del asilamiento a los que condena toda incondicional
diferencia de enfoque a quien la sostiene, comprenderá también cuántas veces
para aliviarme de mí mismo, dijérase para olvidarme de mí mismo por un
tiempo, he intentado resguardarme en cualquier parte, en cualquier
veneración, enemistad, cientificidad, liviandad o estulticia; también por qué
cuando no he encontrado lo que necesitaba he tenido que procurármelo
artificiosamente, falseando o inventando (¿y qué otra cosa han hecho siempre
los poetas? ¿y para qué, si no, existiría todo el arte del mundo?). Pero lo que
una y otra vez necesitaba más perentoriamente para mi curación y mi
restablecimiento era la creencia de que no era el único en ser de este modo, en
ver de este modo, una mágica sospecha de afinidad e igualdad de puntos de
vista y de deseos, un descansar en la confianza de la amistad, una ceguera a
dúo, sin recelo ni interrogantes, un goce en los primeros planos, superficies, lo
cercano, vecino, en todo lo que tiene color, piel y apariencia. Quizá pudiera
reprochárseme a este respecto no poco “arte”, no poca sutil acuñación falsa:
por ejemplo por haber cerrado a sabiendas y voluntariamente los ojos ante la
ciega voluntad de moral de Schopenhauer, en una época en que yo era
bastante clarividente en materia de moral; también haberme engañado
respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuese un
comienzo y no un final; también con respecto a los griegos, y también por lo
que a los alemanes y su futuro se refiere, y acaso quedará todavía una larga
lista de tales -también-. Más, aun cuando todo esto fuese verdad y se me
reprochara con fundamento, ¿qué sabéis vosotros, que podéis saber de cuánta
astucia de autoconservación, de cuánta razón y superior precaución contiene
tal autoengaño, y cuánta falsía ha todavía menester para poder una y otra vez
permitirme el lujo de mí veracidad?... Basta, aún vivo; y la vida no es después
de todo una invención de la moral: quiere ilusión, vive de la ilusión..., pero de
nuevo vuelvo, ¿no es cierto?, a las andadas, y hago lo que, viejo inmoralista y
pajarero, siempre he hecho, y hablo inmoral, extramoralmente, -más allá del
bien y del mal-.