Endeudados por Julia - muestra HTML
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misma forma.
-No voy a acostarme con nadie para pagar mis deudas, Sable.
La otra chica suspiró, irritada.
-Estás tirando tu juventud por la ventana, Ros. Trabajas como una esclava
cuando podrías estar pasándolo en grande sin mover un dedo. . Y no serás siempre
tan guapa, te lo aseguro. Ahora hay un montón de chicas jovencísimas pisándonos los talones -dijo entonces, con expresión angustiada-. No puedo dejar que se me escape Yuri, así que. . tienes que venir con nosotros esta noche.
-¡De eso nada!
-Ros. .
-Sable, no. No puedo. Lo siento, pero no quiero acercarme a Yuri Rostrov.
Quizá su amiga no sabía que Rostrov era un gánster. 0 quizá sí y se hacía la
ciega. En cualquier caso, no quería explicarle cómo lo había sabido ella.
-Ya sé que te debo mucho, pero..
-No me lo debes a mí, se lo debes a Yuri.
-¿Qué?
Sable apartó la mirada.
-Hace unos meses me dejé llevar cuando estábamos en el casino de Puerto
Banús. . y perdí mucho dinero de Yuri. A él no le hizo gracia, claro. Como no podía pagárselo, le conté que. . en fin, que alguien me debía dinero a mí y él me dijo que le transfiriese la deuda. Así que, técnicamente, a quien le debes el dinero es a él no a mí.
-¿Le debo siete mil euros a Yuri Rostrov? -exclamó Rosalind, con voz
temblorosa.
Sable se encogió de hombros.
-No pasa nada. Tú sigue pagándome como hasta ahora y Yuri estará contento.
Sólo te lo he contado para que sepas que nos conviene a las dos llevarnos bien con él.
Por eso tienes que venir esta noche con nosotros. Él salvará la cara delante de los demás y dejará de estar enfadado conmigo. No te preocupes, podrás salir corriendo
antes de medianoche.
Rosalind no estaba escuchando porque sólo podía pensar en una cosa: le debía
siete mil euros a un gánster.
En su cabeza, oyó la advertencia de César Montárez: «Los hombres como
Rostrov son peligrosos. Y le advierto que su vida no le importa nada. Si, por
casualidad, oyera usted algo sobre alguno de sus negocios, no dudaría en quitársela de en medio».
Le habría gustado soltar una carcajada histérica, pero no pudo porque Sable
seguía hablando.
-Así que vendré a buscarte esta tarde. Luego nos reuniremos con Yuri y. .
-No puedo -la interrumpió Rosalind.
-¿Cómo que no?
-Que esta noche no puedo.
-Ros, puedes cerrar el café antes de la hora. Necesito tu ayuda, de verdad.
Pero Rosalind era inmune a la impaciencia y la angustia en la voz de su amiga. Lo
único que tenía claro era que por nada del mundo iba a salir con un gánster al que debía siete mil euros.
-No puedo -repitió, intentando encontrar una buena excusa-. Porque. . esta
noche tengo una cita.
Capítulo 3
ROSALIND podía sentir los nervios agarrados al estómago mientras salía del
taxi y caminaba hacia la lujosa entrada del casino.
¿Se había vuelto loca?
Había sido un impulso, quizá un impulso absurdo lo que le hizo decirle a Sable
que no podía salir con ella porque tenía una cita. Sable, de inmediato, quiso saber con quién y ella le contó que era alguien a quien conoció en El Paraíso.
-¿Es rico? -preguntó su amiga, con los ojos muy abiertos.
Rosalind asintió.
-¡Genial! ¡Ros, éste podría ser tu golpe de suerte! Tú sal esta noche con ese tío
y yo le diré a Yuri que a lo mejor puedes pagarle antes de lo previsto. Eso lo pondrá de buen humor. Por cierto, si quieres que te dé algún consejo sobre cómo calentarlo en la cama, pregúntame, soy una experta. Tengo un repertorio que te dejaría de
piedra. Pero guárdalo para cuando lo necesites, ¿eh? Si ves que empieza a pasar de ti..
Rosalind escuchaba todo aquello intentando no decirle a su amiga lo que
pensaba de ella.
-La verdad, siento mucha curiosidad por ese tío. Tiene que ser tremendo para
que hayas aceptado salir con él. Juega bien tus cartas y puedes ganar mucho dinero, Ros. Primero engánchalo bien. No le dejes claro desde el principio que lo que buscas es el dinero. . a estos tíos les gusta pensar que estás loca por ellos, aunque en la cama sean una pena. Estaría bien que le sacaras una buena cantidad para dársela a
Yuri. . Pero bueno, después de esta noche no tendrás que preocuparte. Quiere irse a Montecarlo, así que no te dará problemas.
-Ya -murmuró Rosalind, angustiada.
-Estoy muy contenta por ti. Ya verás lo bien que lo vas a pasar a partir de
ahora.. dinero, fiestas, ropa.
Ella no dijo nada. Debía estar loca para haberse inventado que tenía una cita
con César Montárez.
¿Querría verla después de lo que pasó la otra noche? A lo mejor se había
olvidado de ella por completo.
Rosalind se puso colorada al pensar en lo que iba a hacer: presentarse delante
de un hombre que poseía un hotel y un casino, un hombre cuya imagen había
aparecido en sus sueños desde que lo conoció, y esperar que la dejase estar en el
casino toda la noche como coartada para no tener que salir con Yuri Rostrov.
Sintió un escalofrío al pensar en el gánster. En realidad, la vergüenza de
enfrentarse con César Montárez era el menor de sus problemas.
Pero mientras se aproximaba a la puerta del casino se dio cuenta de que, antes,
iba a tener que enfrentarse con otro obstáculo: el portero.
-Perdone, señorita, ¿viene acompañada?
-No, vengo sola.
-Lo siento, pero no pueden entrar mujeres solas en el casino.
-Tengo más de veintiún años -replicó ella, sorprendida. ¿Podría aquel hombre
pensar que era menor de edad?
-Lo siento, son reglas de la casa no admitir a señoritas que vengan solas
-insistió el portero.
Rosalind lo entendió entonces y se puso colorada.
Aquella noche no llevaba el descarado vestido que Sable le había prestado y
pensaba que tenía una apariencia aceptable. Aquel vestido era lo único que le
quedaba de los días en los que se gastaba dinero como si no existiera el día de
mañana.
Pero el día de mañana había llegado y estaba allí mismo, delante de su cara. Sin
embargo, el tul que rozaba sus rodillas la llevó a momentos más felices, mucho
tiempo atrás, cuando paseaba alegremente por la costa española como si tuviera
todo el derecho a estar allí.
Pero no había tiempo para recuerdos dolorosos.
-Yo.. estuve aquí la otra noche.
-Lo siento, señorita -insistió el portero, señalando un taxi.
«¡No!», pensó Rosalind. No podían echarla antes de entrar.
-Espere un momento -dijo, sacando del bolso la tarjeta de César Montárez-. El
señor Montárez me pidió que viniera. Me dio esto la otra noche.
-Un momento, por favor. ¿Cómo se llama?
-Rosalind Foster.
El hombre sacó un móvil del bolsillo y marcó un número.
-La señorita Foster está aquí, señor Montárez. . Sí, muy bien -dijo, antes de
colgar-. Puede pasar, señorita.
Aliviada, Rosalind entró en el vestíbulo. Estaba mirando el elegante suelo de
moqueta beige y los candelabros cuando lo vio en la escalera, guardando el móvil en el bolsillo.
César Montárez.
Se acercaba a ella, tan fabuloso como la primera vez, elegantísimo con el
esmoquin, alto y tan, tan guapo.
Cuando se detuvo delante de ella, el corazón de Rosalind se aceleró.
-Has venido.
No dijo nada más. No tenía que hacerlo.
La supuesta razón para estar allí: el miedo a Yuri Rostrov al que debía siete mil
euros. . se evaporó.
Sólo miraba a César Montárez, que la miraba a su vez con una sonrisa en los
labios, como si fuera justo la persona a la que había estado esperando.
-Sí -dijo Rosalind por fin. Era todo lo que tenía que decir.
El tomó su mano para llevársela a los labios, sin dejar de mirarla a los ojos.
-Ven conmigo.
César se sentía triunfante. Triunfante y satisfecho. No se había equivocado.
Aunque Rosalind había tardado dos noches en aparecer, dos noches en las que estuvo convencido de que en cualquier momento iba a mirar alrededor y la encontraría allí.
Si no hubiera aparecido esa noche, habría ido a buscarla.
Pero estaba allí. César volvió a sentir la anticipación. Oh, sí, definitivamente la anticipación.
Se había hecho la dura. Y le parecía bien porque así había aumentado su
apetito. Lo hizo esperar y también le parecía bien porque así. aumentaría el placer del festín.
Mientras iban hacia el bar, su aroma lo envolvió. No llevaba perfume, era su
propio aroma personal, el olor de su pelo. Y en cuanto a su vestido, era como si nunca la hubiera visto con aquel horror de Jamé plateado. Aquella noche iba vestida como debía vestir siempre una mujer como ella. El color negro, el elegante corte del
vestido, sin mangas, el pelo recogido en un moño que dejaba su rostro al
descubierto. . y aquella noche no llevaba apenas maquillaje, sólo brillo en los labios.
Esos labios que serían suyos.
Pero todavía no. «La noche es joven», pensó. La saborearía. Saborearía el
placer de dejar que su belleza lo tentase.
Y antes de la consumación había que observar ciertos rituales.
-¿Champán?
Rosalind asintió con la cabeza. Era incapaz de decir nada. Su corazón latía
hasta ahogarla y sólo tenía ojos para él.
César Montárez.
Que estaba sonriéndole.
«¿Qué me está pasando?». «¿Por qué siento esto?».
Pero no quería una respuesta. No quería pensar. Sólo quería que César
Montárez volviese a mirarla y mirarlo a él durante toda la noche.
Embriagada, oyó cómo el camarero descorchaba una botella de champán y vio
que César le ponía una copa en la mano.
-Gracias por venir esta noche.
Su voz era suave, como una caricia, pero Rosalind parecía haberse quedado sin
palabras.
-Eres exquisita. Tan preciosa. .
Sus ojos le decían eso.
-Tú también -contestó ella sin darse cuenta.
César sonrió, como si la respuesta lo divirtiera.
-Entonces, creo que nos espera una noche maravillosa.
Y en sus ojos había más, mucho más que una sonrisa. Mucho, mucho más.
Se había convertido en otra persona, de eso estaba segura. La otra Rosalind,
que había existido hasta que César Montárez bajó por la escalera y la tomó de la
mano, había desaparecido por completo. Debía estar en alguna parte, entre las
sombras, pero no la encontraba.
No encontraba su miedo, su revulsión ante el lío en el que se había metido con
un gánster. .
César Montárez sencillamente había hecho desaparecer a esa otra Rosalind.
-¿Por qué me has hecho esperar tanto? -preguntó él entonces, su voz tan suave
como una caricia-. No, déjalo, no digas nada. Estás aquí, eso es lo único importante.
«Sí», pensó ella, como flotando en una nube de felicidad. Eso era lo único que
importaba. Nada más.
Desde luego, no la sórdida historia de su deuda con un delincuente.
-¿No le estarás haciendo otro favor a tu amiga?
-No..
-Recuerdas lo que te dije de Rostrov, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza.
-Yo no quiero saber nada de él -dijo, cuando pudo encontrar su voz.
-Me alegro. No es una persona recomendable. Aléjate de él. . y de cualquiera
que lo conozca.
Rosalind sintió miedo. «Díselo», pensó. «Dile por qué estás aquí». «Dile que has
venido huyendo precisamente de Yuri Rostrov, porque venir aquí era una excusa para evitarlo. Dile que estás hasta el cuello de deudas».
Pero no podía decírselo. No le salían las palabras. No quería ver la expresión de
César Montárez cuando se lo dijera. No quería su desprecio.
Aquella noche era un sueño, un breve sueño y no podía destruirlo.
¿Para qué? Sólo estaría allí una noche. Sable pensaba que había ido al casino
para verse con un amante rico, pero no era así. Ella no era así, no podría serlo nunca.
No, aquélla era una noche de Cenicienta para ella. Una manera de alejarse de Yuri
Rostrov y disfrutar de la compañía de César Montárez. Y él parecía querer lo mismo.
Aquel hombre era suyo por una noche. Y luego volvería a la cruda realidad.
Pero aún no.
César la llevó a una mesa de ruleta y le pidió que se sentara.
-Elige un número y pon una de estas fichas.
Rosalind eligió uno al azar y vio que la rueda se ponía en marcha. No acertó,
pero siendo César el propietario del casino, seguramente podía permitirse el lujo de perder dinero.
El crupier volvió a pedir que hicieran juego y Rosalind puso una ficha en la
fecha de su cumpleaños, pero volvió a perder.
-Ahora elige tú.
César puso la ficha sobre un número y, atónita, Rosalind vio que la rueda se
detenía precisamente en el que había elegido.
-¡Mi turno! -exclamó, emocionada, colocando ficha. Aquella vez ganó y levantó
su copa para brindar.
-He ganado, así que es hora de dejarlo.
-Una chica muy sensata. Ven -sonrió César, tomando su mano.
Seguía como flotando. No podía resistirlo, era como si todos sus problemas
hubieran desaparecido.
Y no quería estropear el sueño, la única vez que podría estar con él.
Porquee eso era César Montárez, un sueño. No podía ser nada más que eso, una
maravillosa fantasía, como esa película de Woody Allen, La rosa púrpura de El Cairo, en la que la estrella de repente alarga la mano para atraer a una espectadora a ese mundo de glamour.
Al día siguiente se enfrentaría con sus problemas.
Pero no ahora.
-¿Rosalind?
-Perdona, no te he oído.
-Quiero enseñarte una vista preciosa -sonrió César, llevándola hacia la terraza.
La vista del puerto era, desde luego, fantástica, con sus yates amarrados, el
aire perfumado, las estrellas brillando en el cielo.
César estaba detrás de ella, acariciando sus brazos. Rosalind no se movió, no
podía moverse. El universo entero parecía concentrado en aquellas manos masculinas que la hacían sentir escalofríos.
-¡César! ¡Por fin te encuentro!
La interrupción fue como una bofetada. César la soltó de inmediato.
-Pat. . me alegro de verte.
Un hombre se acercaba a ellos. Llevaba una elegante chaqueta blanca y un vaso
de whisky en la mano.
-¿Has pensado en lo que te dije el otro día? -le preguntó, con acento irlandés.
-Claro que sí -contestó César.
La propuesta de Pat O'Hanran parecía muy buena sobre el papel: un club de
golf exclusivo que combinaría el prestigio de O'Hanran como deportista con el buen gusto de El Paraíso.
-Si te parece bien, iré mañana con mi arquitecto para echar un vistazo.
-Estupendo. ¿A las doce?
-A las doce.
-Perdona -dijo César cuando el hombre volvió a entrar en la sala.
-No quiero monopolizarte -sonrió Rosalind.
-Pero lo haces. Y me gusta. Dime, ¿qué te apetece hacer ahora? ¿Quieres
volver a jugar? ¿Prefieres quedarte aquí un rato, admirando el paisaje? ¿Quieres
cenar?
-Me gustaría cenar algo, sí.
-Estupendo -sonrió César.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó Rosalind, sentada frente a César
Montárez en el restaurante del casino. Estaba lleno de gente, pero el maitre los
llevó a una mesa apartada y era casi como si estuvieran solos.
La comida era soberbia. La terrina de marisco parecía derretirse en su boca,
regada con un delicioso vino blanco. Hacía siglos que no comía así. No había vuelto a hacerlo desde. . Pero no quería pensar. Aquella noche pasaría enseguida y, al día
siguiente, tendría que lidiar con la realidad.
Pero aún no.
Rosalind le preguntó por El Paraíso, fascinada por el funcionamiento de un sitio
como aquél. César le habló del turismo. .
-Es una bendición y una maldición al mismo tiempo. Ofrece mucho, pero se lleva
mucho también.
-Es una bendición para los británicos que no soportan el frío de Inglaterra
-sonrió Rosalind.
-Llevas algún tiempo en España, ¿verdad?
-Sí, casi tres años.
-¿Viniste aquí de vacaciones?
-Algo así. Vine con una persona. .
-¿Y sigues con ella?
-No, ya no -contestó Rosalind, apartando la mirada.
César sonrió de nuevo.
La cena fue larga. En un par de ocasiones, Rosalind notó que alguna persona
intentaba llamar la atención de César. Empleados o clientes, supuso. Pero, además de saludar a quienes se acercaban, César Montárez no dejó de mirarla.
Incluso cuando quien buscaba su atención era una rubia impresionante.
Estaba con otro hombre, pero mientras él pagaba la cuenta, se acercó a su
mesa con un claro propósito.
-César, querido..
Tenía la voz ronca, con acento nórdico. Y llevaba un carísimo vestido de diseño
italiano, muy escotado. Y un collar de diamantes.
-Hace siglos que no te veo -dijo la rubia,
inclinándose para darle un beso en la mejilla.
-Hola, Ilsa.
-Deberíamos vernos ahora que he vuelto a España. En el yate, solos. Como
antes.
-Últimamente tengo mucho trabajo, Ilsa -sonrió César.
Un par de ojos helados se volvieron hacia Rosalind, pero rápidamente pareció
desecharla como competencia.
-Bueno, llámame cuando dejes de tener cosas que hacer -dijo la rubia-. Si sigo
por aquí, podríamos vernos.
-Muy bien -contestó él.
Ilsa se volvió entonces hacia Rosalind.
-Que disfrutes de esta noche. No creo que haya más.
Cuando se quedaron solos, ella intentó sonreír.
-Vaya. .
-Lo siento -dijo César.
-No es culpa tuya.
Además, la rubia no había dicho nada que ella no supiera. Aunque no iba a pasar
la noche con César Montárez. Era un hombre guapísimo y extraordinariamente
encantador, pero apenas lo conocía.
«Lo conocerías por la mañana», le dijo una vocecita.
No, eso no podía ser. Pero sí podía quedarse un poco más, tomar otra copa,
charlar un rato.
-Ilsa Tronberg es una mujer muy caprichosa. Se casó con un millonario, pidió el
divorcio unos meses después y ahora está disfrutando de las rentas mientras decide a qué otro millonario le interesa enganchar.
Era un comentario muy cínico, pero a Rosalind no la sorprendió. Era lógico que
lisa quisiera «engancharlo». No había muchos millonarios tan guapos como César
Montárez.
Aunque a ella su dinero le daba lo mismo. No estaba con él por eso.
Por primera vez en su vida, se alegró de ser guapa. Porque sabía que, de no ser
así, no estaría sentada allí, que César no se habría fijado en ella. Ni siquiera sabría que existía.
Y no estaría sonriéndole de esa forma. Y ella no estaría deseando tocar sus
labios, para grabar esa sonrisa en su memoria.
-Pobrecilla -se oyó decir a sí misma.
-¿Qué?
-No creo que sea muy feliz viviendo así -contestó Rosalind.
-La mayoría de las mujeres la envidian. Es guapísima, rica y joven. Tiene el
mundo a sus pies.
Ella se preguntó si debía decir lo que pensaba: que, en su opinión, aquella chica
no podía ser feliz si su objetivo era exclusivamente encontrar un millonario.
Para un hombre como César Montárez, y todos los que se movían en esos
círculos, el dinero era lo único importante.
¿No le había contado mientras cenaban cómo empezó con un simple préstamo,
cómo trabajó para construir el casino y todo lo demás? El dinero era fundamental
para él.
Y lo último que quería era estropear la noche discutiendo sobre la felicidad o
sobre cuestiones filosóficas.
-Pero tú no. Tú no estás a sus pies -sonrió Rosalind.
-Nunca lo he estado.
«No, tú simplemente te has acostado con ella».
Era un buen recordatorio, o debería haberlo sido. El problema era que
mientras esas palabras se formaban en su mente, se formaba también una imagen.
No de la rubia lisa quitándose el vestido mientras César Montárez la observaba, sino de ella misma. Se veía bajando la cremallera del vestido negro, dejando que cayera al suelo mientras César la miraba. .
Capítulo 4
R OSALIND se puso colorada.
-¿En qué estás pensando?
No tenía que preguntar porque sabía la respuesta. La había sabido desde que la
miró a los ojos. Y cada vez le resultaba más difícil no actuar. Pero la batalla era estimulante; le gustaba la idea de esperar antes de llevársela a la cama. Y como
sabía que eso era exactamente lo que iba a pasar, podía obtener placer de la espera.
Cuando llegase el momento sería más dulce.
Aparte de Pat O'Hanran, que había desaparecido de inmediato al darse cuenta
de que estaba de más, e lisa Tronberg, a la caza de nuevo, aquella noche sus
empleados habían entendido el mensaje y ninguno de ellos se acercó a molestarlo con cosas de poca importancia. César contrataba a los mejores y a los más discretos.
Porque aquella noche tenía cosas importantes que hacer.
Por ejemplo, disfrutar de cómo Rosal.ind Foster intentaba fingir que no
pensaba en los placeres que los esperaban. .
Su «No, en nada» casi lo había hecho reír. Estaba pensando en él y en lo que
pasaría pronto, seguro. El sabía cuándo una mujer estaba excitada y Rosalind Foster mostraba todos los signos: el rubor de las mejillas, las pupilas dilatadas, el temblor en las manos. .
César no podía dejar de sonreír. Pero, como un semental salvaje bajo un jinete
maestro, su deseo empezaba a hacerse notar.
«Pronto», se dijo. «Pero aún no».
-Dime, ¿qué has visto de España desde que estás aquí? ¿0 sólo te gusta la
costa?
Aliviada por volver a temas mundanos, Rosalind suspiró.
-He estado en Granada, en Sevilla, en Jerez. Nunca he ido al norte, así que no
conozco Madrid ni Asturias.. Me gustaría ver los sitios donde se luchó contra las tropas de Napoleón pero en fin. . algún día lo haré.
-¿Conoces algo de la historia de España?
Ella negó con la cabeza. Nunca había estudiado nada interesante, sólo cosas
útiles. Como mecanografía y contabilidad. Pero allí estaba, en un casino de lujo,
cenando con un hombre de lujo.
Y esa noche, no quería pensar en nada más.
-Siempre me han gustado las novelas históricas, especialmente de esa época. .
como a casi todas las mujeres, me encantan los uniformes -rió Rosalind-. Sí, sé que en realidad debió ser algo terrible para España, pero de todas formas. . hay algo en esa época que me fascina.
-La guerra no es nada fascinante, Rosalind -sonrió César-. Y, lamentablemente,
mucho después de esa guerra sufrimos una guerra civil que dejó heridas
profundísimas en mi país. Pero cuando era estudiante, también a mí me fascinaba ese período de la historia y alguna vez soñé con ser como Don Julián Sánchez.
-¿Quién?
-Un guerrillero cuya única misión era echar a los franceses de España. Los
guerrilleros eran usados por las fuerzas regulares como espías y una de las cosas
más asombrosas que hizo Don Julián fue capturar al gobernador de Ciudad Rodrigo
cuando estaba cazando y entregárselo al general Wellington por una cantidad de
dinero.
Por un momento, la imagen de César Montárez ataviado como un guerrillero
apareció en la mente de Rosalind.
-Yo te veo más vestido de árabe, con una de esas chitabas blancas. .
-Veo que tienes una imaginación muy activa -sonrió César-. Intuyo que habrá. .
episodios interesantes entre nosotros. Y seguro que no me costaría encontrar una
chilaba. . si quieres verme con ella.
Rosalind volvió a ponerse colorada.
-Me haces sentir como un jeque árabe -rió él, apretando su mano-. Esos ojos
bajos, ese rubor, esas promesas. .
Ella tragó saliva.
«Tengo que irme. Esto se me está escapando de las manos».
-Creo que nunca había hablado de esa época de España con ninguna mujer
-siguió César-. Al menos, no con una de menos de cincuenta años. Pero tuve una
excelente profesora de historia en la universidad, una experta en la época de la
Reconquista. Quizá inspirada por esa reina indómita, Isabel de Castilla.
Rosalind levantó la mirada.
-¿De verdad has estudiado historia? Pensé que habrías estudiado económicas o
algo así.
-Cuando era joven el dinero me parecía aburrido. Desde entonces, he
descubierto que tiene sus ventajas.
-Sí, ya lo veo -sonrió Rosalind.
Le parecía muy bien que la gente se hiciera rica con su trabajo o su talento. Y,
después de todo, ella estaba disfrutando de eso por una noche. La cena debía costar más de doscientos euros.
Pero no quería pensar en eso. No quería pensar en el dinero, que era la fuente
de todos sus problemas.
-¿Quieres un café? ¿0 quizá prefieres una británica taza de té?
-Un café, gracias. César se levantó.
-Hace una noche demasiado bonita para desperdiciarla entre cuatro paredes
-dijo, tomando su mano.
-¿Dónde vamos? -Ven.
Seguramente la llevaría a una terraza, donde los invitados podían disfrutar del
aire fresco. Pero en lugar de llevarla hacia el bar, César la llevaba hacia.. los ascensores.
-Oye. .
-Arriba hay otra terraza -dijo él al ver su expresión-. La vista es más hermosa.
-Ah.
«Dile que. tienes que irte. Dale las gracias y despídete de una vez».
Oyó esas palabras en su cabeza, pero se sentía incapaz de pronunciarlas o de
darle órdenes a sus piernas.
De modo que subió con él en el ascensor.
Un segundo después las puertas se abrieron y. .
Se quedó helada. Estaban en su apartamento.
Había un pequeño vestíbulo y luego un salón, espacioso, elegante, suavemente
iluminado. Y solitario. Las puertas de cristal se abrían a una terraza enorme.
-Ven -dijo César, disimulando una sonrisa. Pronto diría que tenía que irse.
Tomaría su café y daría el paso.
Y él también.
La terraza no daba al puerto, sino a un parque privado, de modo que el
ambiente era más oscuro, más íntimo. El aroma de las buganvillas permeaba el aire.
El ruido del casino no llegaba hasta allí.
-Es precioso -murmuró Rosalind.
-Sí -sonrió César. Era precioso. Su arquitecto había hecho un buen trabajo
creando un apartamento sobre el casino, pero completamente aislado de él.
Rosalind oyó pasos y cuando se volvió vio a un camarero con una bandeja.
-Gracias, Jaime.
El hombre desapareció poco después.
-Siéntate, Rosalind.
«Sí, mejor», pensó ella. Después del champán y del vino, estaba un poco
mareada. El café le sentaría bien.
César se sentó frente a ella y cruzó las piernas, colocando el tobillo sobre una
de sus rodillas.
Era increíble. La viva imagen del latín lover.
Siguieron charlando sobre cosas sin importancia y, mientras hablaba, él se
soltó la corbata. Había algo muy sexy en un hombre de esmoquin con la corbata
suelta. Seguía teniendo un aspecto muy sexy y elegante. . y muy peligroso.
«Chica, vete de aquí».
Pero no podía. Aún no. Aún tenía que terminar su café. Además, César estaba
hablando de un viaje en barco que hizo a Canarias, viendo a los delfines..
Rosalind siguió tomando su café mientras se bebía sus palabras.
La taza estaba vacía y Rosalind la dejó sobre la mesa. Ningún reloj había dado
la medianoche, pero tenía que irse. La noche había terminado, no podía alargarla más.
De modo que se levantó.
Inmediatamente, César hizo lo propio.
-Tengo que irme.
-¿Por qué? -preguntó él, acercándose.
-Porque sí.
-¿Porque tú no te acuestas con el primero que conoces?
Rosalind se encogió de hombros.
-Sí.
-¿Por qué haces que las cosas parezcan feas cuando pueden ser tan bonitas?
Tan bonitas como tú, Rosalind -sonrió él, acariciando su pelo.
La caricia hizo que sintiera un escalofrío.
-Eres preciosa. Y esta noche será preciosa si tú quieres. Esta noche está
hecha para el deseo y hay deseo entre tú y yo.
-César. .
-Si dices que no será mentira y tú no mientes, ¿verdad? No puedes decir que
no tiemblas cuando te toco -musitó él entonces, besando su muñeca.
-No, por favor. .
Pero César siguió besando su muñeca, sus dedos, sus hombros. . hasta que le
temblaron las piernas. Y cuando la tomó por la cintura casi se alegró porque estaba a punto de caerse.
Rosalind cerró los ojos cuando César inclinó la cabeza para besarla, decidida a
disfrutar. Abrió la boca, dejando escapar un gemido. No tenía fuerzas para
apartarse, no tenía fuerzas para decirle que no.
Y entonces se dio cuenta de que él estaba bajando la cremallera del vestido,
sintió la palma de su mano, caliente, acariciando su espalda desnuda, desabrochando el sujetador.
Cuando la apretó contra sí, Rosalind sintió que la tensión desaparecía del
cuerpo del hombre, como si la hubiera colocado exactamente donde quería.
Seguía besándola y ella le devolvía los besos uno por uno, sus pechos aplastados
contra el torso masculino, tan cerca que podía sentir cada centímetro de su evidente erección.
El deseo la envolvió. Un deseo debilitador.
Sabía que debía apartarse, sabía que debía dar un paso atrás para recuperar el
aliento y la cordura. Que debía abrocharse el vestido y salir corriendo, pero. .
Aún no.
César seguía besándola, cada vez con más pasión, abriendo la boca,
explorándola con la lengua, moviendo las caderas contra ella rítmica,
insistentemente.
Y Rosalind estaba excitada. Y deseaba, deseaba. .
Lo deseaba a él. Quería estar cerca, acariciarlo, admirar su belleza masculina. .
quería que la poseyera. Y supo que iba a tenerlo.
Porque César Montárez era una tentación irresistible.
César la llevó a la cama. Rosalind no sabía cómo llegó allí, ni cuál era la distancia entre la terraza y el dormitorio o cómo las sábanas acabaron bajo su espalda. Sólo sabía que, de alguna forma, él le había quitado el vestido, que había apartado el
sujetador para acariciar sus pechos con las dos manos. Ella se arqueaba, disfrutando de las caricias, gimiendo, jadeando cuando él inclinó la cabeza para chuparlos,
disfrutando tanto que pensó que iba a morirse de placer.
Pero habría más placer. Mucho más.
César, desnudo, se colocó sobre ella, tirando de su pelo hacia atrás, los muslos
de hierro a cada lado de los suyos. Rosalind arqueó la espalda, preparada para
recibirlo.
Cuando la penetró, dejó escapar un gemido y él, una risa suave, triunfante,
mientras empujaba cada vez con más fuerza. Rosalind apretaba sus hombros con una
fuerza que no creía poseer, arqueándose, buscándolo con su cuerpo. Con cada
embestida sentía un placer más profundo, hasta que se convirtió en un infierno, en algo desconocido.
Dejó escapar un grito y fue como una señal para él, que embistió por última vez
y se derramó dentro de ella mientras Rosalind se convulsionaba, abierta debajo de
él, poseída por él.
Rosalind despertó con la luz del sol entrando por las ventanas. La luz del nuevo
día.
Abrió los ojos, pero se quedó inmóvil. César estaba detrás de ella y podía
sentir su respiración pausada. Con un brazo, la sujetaba por la cintura.
Estuvo así mucho rato, disfrutando de esa sensación. Se sentía tan cálida, tan
querida, que no hubiera querido moverse nunca.
Pero debía hacerlo.
El sueño había terminado.
Debía volver a la realidad.
Había sido una locura quedarse, lo sabía. Pero durante un momento, por la
noche, fue como si perdiera la voluntad, como si su cuerpo no respondiera a las
órdenes de su cerebro.
Si hubiera sabido lo fácil que sería para César Montárez llevarla a la cama, no
habría ido al casino.
Un polvo. Había sido sólo eso, un polvo. Algo que ella no hacía nunca. Y, a pesar
de todo, no lamentaba estar allí, con él, recordando cada momento de la noche
anterior, cada consumación. . tantas que no podía recordar el número porque no sabía cuándo empezaba una y terminaba otra. No, no podía lamentarlo.
Recordaría esa noche toda su vida. Había sido un bonito sueño, unas horas que
la sacaron de su angustia diaria.
Quería quedarse allí un poquito más, disfrutando de cada segundo. .
Apartarse le resultó dificilísimo. Levantarse en silencio para no despertarlo le
desgarró el corazón. Sintió frío al hacerlo, un frío que le llegaba hasta dentro.
Habría querido volver a la cama con él, pero sabía que no debía hacerlo. Sabía
que, si lo miraba, no se marcharía, no podría hacerlo.
Rosalind vio su vestido tirado en el suelo, los zapatos al lado, las braguita bajo la cama. .
Se puso colorada al recordar ciertas cosas. . Pero no había tiempo para
recordar nada. Más tarde. Más tarde recordaría aquella noche.
Después de todo, tenía mucho tiempo para recordar a César Montárez y la
magia que había vivido con él.
César se movió. Un segundo antes todo estaba bien y, de repente.. era como si
algo le faltara en la vida. Pero un segundo antes lo tuvo todo.
Rosalind Foster había estado en sus brazos.
Pero ya no estaba allí.
César abrió los ojos. Rosalind estaba de espaldas a él, vistiéndose, poniéndose
unas braguetas que la noche anterior le había quitado con sumo placer.
De modo que intentaba escapar. Iba a marcharse.
Pero él quería volver a tenerla. De inmediato.
A la luz del día, su cuerpo era tan soberbio como lo había sido por la noche: Un
cuerpo de mujer, con curvas, caderas, pechos grandes.. Fantásticamente hermoso.
La observó ponerse el vestido e intentar subir la cremallera. .
-Eso es una absoluta pérdida de tiempo -dijo César entonces.
Ella se volvió, sorprendida.
César estaba tumbado, con las manos en la nuca. Su torso moreno destacaba
sobre las sábanas blancas, tan masculino.
-¿Qué?
-Puedes quitártelo todo y volver a la cama conmigo.
-César. .
-¿Sí?
-No.. yo.. tengo que irme. De verdad.
-Dijiste eso mismo anoche, pero te quedaste conmigo. Y tampoco te irás ahora.
Rosalind se puso pálida.
-César, por favor. No creo que sea buena idea.
-¿Por qué no? ¿Quieres irte después de lo que pasó anoche? ¿Por qué?
-Porque es lo mejor.
-¿Lo mejor? Yo te diré qué es lo mejor. Y si crees que voy a dejarte marchar,
te equivocas.
César apartó la sábana y Rosalind vio que estaba excitado. Completamente.
No podía moverse. Sólo podía admirar aquel cuerpo desnudo, tan perfecto que
parecía imposible.
Sus ojos se habían oscurecido y casi se ahogó en ellos.
César alargó una mano entonces.
-Ven.
Capítulo 5
CÉSAR se dejó caer sobre una de las sillas de la terraza. Al hacerlo, la toalla
que se había puesto después de hacerle el amor se abrió un poco. Rosalind podía ver el vello que cubría su torso y si miraba hacia abajo, sus muslos desnudos.
Era tan fuerte, tan masculino. .
Se sentía envuelta en una especie de languidez post coital que la hacía
imposible moverse, sentada como estaba frente a él con la camisa de César por todo atuendo.
Se sentía lujuriosa, vibrante.
Qué extraño haber estado sentada en aquel mismo sitio la noche anterior,
creyendo que volvería a casa sin hacer el amor con César Montárez. .
Se habría perdido la experiencia más extraordinaria de su vida. Y ya era
demasiado tarde para echarse atrás.
César tenía los ojos cerrados en ese momento, la cara levantada hacia el sol.
En reposo, podía observar sus pómulos altos, las pestañas, la boca, tan sensual, la sombra de la barba que le daba aspecto de pirata.
«Toda mi vida. Toda mi vida recordaré esto. .»
Rosalind miró hacia la balaustrada. La belleza de España estaría siempre en su
corazón. Recordaba la primera vez, en el balcón de un hotel de lujo en Marbella.
Rosalind apretó los labios. No debía entristecerse. Eso era parte del pasado. Y
había desaparecido.
Como pronto desaparecería aquel momento con César Montárez.
Pero aún no.
Cuando lo miró, vio que él había abierto los ojos.
-Te deseo otra vez -dijo César en voz baja.
Hicieron el amor de nuevo. Aquella vez, en la ducha. Fue, pensó Rosalind cuando
César la penetraba, apoyándola en la pared de mármol blanco, la experiencia más
erótica de su vida.
Y, mientras recuperaba el aliento después del orgasmo, pensó que sería una
buena forma de despedirse. Porque tenía que despedirse de él.
César había salido de la ducha y, después de secarla vigorosamente con una
toalla, estaba afeitándose, con las piernas ligeramente separadas, totalmente
concentrado en lo que hacía.
Rosalind intentó no deprimirse. César Montárez empezaba el día. Había hecho
el amor, se había duchado y ahora seguiría adelante con sus cosas. Negocios,
dinero. .
Y ella tenía que volver a la suya. El sueño había terminado allí, en el cuarto de
baño. Se vestiría, César la acompañaría a la puerta del casino para tomar un taxi, le daría un beso y no volverían a verse. Dejaría El Paraíso para siempre.
Sable pensaría que era una idiota, pero no podía hacer nada. Sencillamente,
agradecía aquella hermosa noche, que recordaría siempre.
No podía pedir más, aunque sintiera una pasión por él que nunca sería
satisfecha. César Montárez no era hombre para ella.
Y; sin embargo, le pesaba el corazón. Ése era el precio por aquel «polvo» y lo
había sabido desde el principio.
En silencio, Rosalind salió del cuarto de baño y fue a vestirse a la habitación.
Era absurdo ponerse un vestido de noche por la mañana, pero tenía que hacerlo.
Como tenía que despedirse de César Montárez para siempre.
«Pero yo quiero más. Quiero mucho más. No quiero irme. . quiero seguir
soñando. Aunque sólo sea un poco más».
Rosalind tomó su bolso, enfadada consigo misma. No podía tenerlo. Se había
terminado. Había usado aquella noche a fondo y no habría más.
Nunca volvería a verlo.
La puerta del baño se abrió y César salió desnudo, recién afeitado, secándose
el pelo con una toalla.
-¿Dónde vas?
-Pensé que tú también ibas a vestirte.
¿Querría hacer el amor de nuevo?, se preguntó, sorprendida.
-Pero, ¿por qué te pones ese vestido?
-Porque. . no tengo otra cosa.
-Le pediré a la boutique del hotel que suba algo adecuado.. puedes elegir lo que
quieras.
Rosalind negó con la cabeza.
-No hace falta, gracias. No me importa volver a casa con este vestido.
-¿A casa?
-Tengo que trabajar. Vivo encima del café, en una habitación. Al señor Guarde
le gusta que alguien viva allí. .
César tiró la toalla sobre la cama y la tomó por los hombros.
-¿No te he dicho que yo no suelo ir acostándome por ahí?
Estaba flotando. Flotando por encima de la tierra, en las nubes.
César Montárez quería estar con ella. No sabía durante cuánto tiempo, pero le
daba igual. Sólo le importaba que el sueño no había terminado. Tenía algún tiempo
para vivir en aquel mundo mágico. Todo, todo era mágico. ¿Cuánto tiempo estaría con él?, se preguntó. ¿Un par de semanas, un mes?
Daba igual. El tiempo que estuviera con él sería maravilloso, un tesoro que
conservaría para siempre.
Además, viviendo con César estaría a salvo de Yuri Rostrov, que era persona
non grata en El Paraíso.
Sólo hubo una nube en el horizonte, cuando César dejó claro que quería estar
con ella: pensar en el dinero que le debía a Yuri Rostrov.
Pero tenía unos días de felicidad, se dijo.
Y una sorpresa. Cuando salía del casino para despedirse del señor Guarde y
recoger sus cosas, el crupier le dio un sobre.
-Lo que ganó anoche, señorita.
-¿Cómo?
-En la ruleta.